martes, 27 de noviembre de 2012

¿Qué público?


En nuestros universos europeos vivimos rodeados y rodeadas de tecnología. En concreto, las tecnologías de la información y la comunicación han provocado una sobrecarga en la cantidad de estímulos que recibimos diariamente. Apenas quedan hogares donde no exista una televisión; y cuando esto es así, sucede más a menudo por una decisión consciente y voluntaria que por falta de recursos. Internet ha visto su uso generalizado en los últimos años casi como si se tratara de un bien de primera necesidad. Es tanta su influencia que el cine, la música o incluso los libros –dicen- pierden usuarios por su culpa.

¿Qué ha ocurrido? El concepto de público está cambiando. El público ya no es esa instancia colectiva que se reúne en un lugar común para compartir un espectáculo. O al menos ya no es necesariamente eso. Existen tantos tipos de público como de obras de arte. Existen públicos singulares, anónimos, que carecen de un sentido de lo colectivo. Existen individuos disfrutando en soledad que no saben que, en sentido estricto, conforman un público. Y la gran pregunta es: ¿lo forman?

¿Y el teatro? Tradicionalmente hemos dividido al público teatral en dos sectores distintos: el que consume teatro comercial (y la palabra “consume” es aquí clave), y el que acude a las llamadas ‘salas alternativas’ (apelativo el de ‘alternativas’ que también abarcaría cosas muy dispares). Pero dentro de estos dos tipos existen otras distinciones que recorren a ambos de manera transversal: público infantil, público familiar, público adolescente, público anciano, público masculino, público femenino, público blanco, negro, gitano, público urbano y público rural… Todos estos tipos de público, definidos en función de categorías sociológicas como la raza, el género y la edad, intersectan en muchos aspectos y se diferencian en otros.

A la hora de elaborar –y también de criticar- un espectáculo, deberíamos pensar siempre en el público potencial al que el mismo se dirige. Esto implica, desde luego, conocerlo, lo que significa no prejuzgarlo de antemano ni atribuirle rasgos o categorías de pensamiento, gusto, etc. de forma generalista y muchas veces aleatoria. Deberíamos no solo tratar de sorprender a nuestro público, sino también dejarnos sorprender por él.

Lo anterior se traduce en una actitud de respeto y horizontalidad hacia nuestro público. En no tratar de aleccionar ni sermonear como gurús de la tribu. A través de un espectáculo podemos enseñarle cosas al público; pero por medio de sus reacciones el público también nos enseña cosas a nosotros.

En definitiva, el público se perfila como una masa borrosa que en ocasiones resulta confusa, poco definida. Pero en Madrid existe realmente público de teatro; existen muchos públicos de teatro. Es nuestra labor investigar esos públicos, conocerlos, desafiarlos y dejarnos desafiar por los mismos, en un intercambio artístico horizontal que se retroalimente a sí mismo.

La presencia de internet y la aparición de nuevas formas de disfrutar del arte deben llevarnos a preguntarnos acerca de la posibilidad de hacerlo en privado: el acto de trasmisión, de comunicación de la obra de arte, ¿es posible en privado? En la actualidad algunos espacios se transforman, tratando de encontrar nuevas vías de respuesta para estos interrogantes. Es quizá el caso de un espacio como Microteatro por dinero, en el centro de Madrid, que divide su espacio en cinco microsalas en las que solo caben 15 espectadores por función y donde las obras se conciben también en formato micro de 15 minutos máximo de duración. Es resultado, al menos en términos económicos, es muy positivo. sin embargo, sigue tratándose de un público colectivo.

A medida que el público cambia, los creadores y las creadoras también lo hacemos. Y lo hace, necesariamente, nuestra forma de encarar la relación con el espectador. Todavía está por ver, no obstante, que sea posible la interacción teatral con un público radicalmente individualizado, privatizado, cómodamente sentado en el sillón de su casa.

Taller de títeres con Malgosia Szkandera


Bag Lady, espectáculo de Malgosia Zskandera.

El títere conecta más con la esencia, con lo espiritual, más allá de las palabras. La semana pasada los alumnos y las alumnas de las especialidades de Dirección Escénica y Dramaturgia de la Real Escuela Superior de Arte Dramático pudieron comprobarlo por primera vez en esta escuela. El Seminario de Dramaturgia en el teatro de títeres y objetos, impartido por la profesora Malgosia Szkandera, fue organizado por el Departamento de Escritura y Ciencias Teatrales, en coordinación con el de Dirección Escénica. En el seminario se introdujeron algunas de las principales técnicas de manipulación de títeres, así como de interpretación con objetos; además, se fabricaron marionetas utilizando materiales de reciclaje. Concebido de forma práctica, los principios de investigación e improvisación constituyeron la esencia de las clases. La profesora Malgosia Szkandera está graduada en Arte Dramático por la propia RESAD, en la especialidad de Interpretación Gestual; lleva más de una década impartiendo formación y también trabajando con títeres y objetos. Debido a la elevada demanda que alcanzó, la asistencia al taller se consideró obligatoria. El taller respetó, no obstante, la convocatoria de huelga general situada a mitad de la semana, recuperando las horas de ese día en las jornadas siguientes. 

sábado, 17 de noviembre de 2012

"Ya soy redactor" de M. J. de Larra


¿Por qué extraña fatalidad ha de anhelar el hombre siempre lo que no tiene? Preguntémosle a un joven barbilucio qué desea. «¿Cuándo tendré barbas?», exclama en su interior. Nácenle las barbas, y hele allí maldiciendo ya del barbero y de la navaja. «¿Cuándo hallaré en mi Filis correspondencia?», le grita en el fondo de su corazón un deseo innato de amar y de ser amado. Ya oyó el sí. ¡Gozó el bien que deseaba! Y ya maldice del amor y sus espinas. ¿Le prefiere Laura? Pues todo su deseo se cifra en conquistar a Amira que le desprecia. ¿De qué nace esta sed insaciable, este deseo vividor, reemplazado por otros y otros deseos que rápidamente se suceden, sin encontrar jamás sino imperfecta satisfacción?

El padre Almeida, si mal no me acuerdo, dice entre otras cosas curiosas, y aun lo afianza, que la Providencia quiso poner en nosotros este deseo implacable para que nos atestiguase eternamente que no hacemos en este mundo transitorio sino una corta peregrinación, y que la satisfacción de nuestros deseos no está en esta vida, sino en otra más perfecta y duradera. Así debe de ser, y cierto que vivimos de todas suertes agradecidos a la previsión y ardiente caridad con que el reverendo padre nos quiso sacar de esta peregrina duda. Yo, que no tengo un ápice de metafísico, y que dejo la resolución de estos problemas a aquellos que tienen más noticias ciertas que yo de nuestro destino, me ciño a decir que el deseo existe, y esto basta para mi propósito.

Yo, Fígaro, soy de ello una viva prueba: no bien me había tentado el enemigo malo, y sentí los primeros pujos de escritor público, cuando dieron en írseme los ojos tras cada periódico que veía, y era mi pío por mañana y noche: «¿Cuándo seré redactor de periódico?». Figurábaseme, sí, desde luego, obra de romanos el llenar y embutir con verdades luminosas las largas columnas de un papel público; pero en cambio era para mí de la mayor consideración el imaginarme a la cabeza de una sección literaria, recibiendo comunicados atentos y decorosos, viendo diariamente consignadas en indelebles caracteres de imprenta mis propias ideas y las de mis amigos, y sin más trabajo, a mi parecer, que el haber de contar y recontar al fin de mes los sonantes doblones que el público desinteresado tiene la bondad de depositar en cambio de papel en los arcones periodísticos de una empresa, luz y antorcha de la patria, y órgano de la civilización del país.

Dejemos aparte las causas y concausas felices o desgraciadas que de vicisitud en vicisitud me han conducido al auge de periodista: lo uno porque al público no le importarán probablemente, y lo otro porque a mí mismo podría serme acaso más difícil de lo que a primera vista parece el designarlas. El hecho es que me acosté una noche autor de folletos y de comedias ajenas, y amanecí periodista: mireme de alto abajo, sorteando un espejo que a la sazón tenía, no tan grande como mi persona, que es hacer el elogio de su pequeñez, y dime a escudriñar detenidamente si alguna alteración notable se habría verificado en mi físico; pero por fortuna eché de ver que como no fuese en la parte moral, lo que es en la exterior y palpable, tan persona es un periodista como un autor de folletos. «¡Ya soy redactor!», exclamé alborozado, y echéme a fraguar artículos, bien determinado a triturar en el mortero de mi crítica cuanto malandrín literario me saliese al camino en territorio de mi jurisdicción. Pero ¡ay de mí, insensato, que, chasco sobre chasco, vivo hoy tan desengañado de periodista como de autor de comedias! Diré brevemente lo que me aconteció, sin descubrir por otra parte los recursos ocultos que mueven la gran máquina de un periódico, ni romper el velo del prestigio que cubre nuestros altares, que eso fuera sobrado e inoportuno desinterés; y juzgue el lector si no es preferible vivir tranquilamente suscrito a un periódico, que haberle sabia y precipitadamente de componer.

-¡Señor Fígaro!, un artículo de teatros.

-¿De teatros? Voy allá.

Yo escribo para el público, y el público, digo para mí, merece la verdad: el teatro, pues, no es teatro: la comedia es ridícula: el actor A es malo, y la actriz H es peor. ¡Santo cielo! Nunca hubiera pensado en abrir mi boca para hablar de teatros. Comunicado a renglón seguido en mi papel y en todos los contemporáneos, en que el autor de la comedia dice que es excelente, y el articulista un «acéfalo»: se conjuran los actores, cierran la puerta del teatro a mis comedias para lo sucesivo, y ponen el grito en los cielos. ¿Quién es el fatuo que nos critica? ¡Pícaro traductor, ladrón, pedante! ¿Y esto logra el pobre amigo de la verdad y de la ilustración? ¡Oh qué placer el de ser redactor!

Precipítome, huyendo del teatro, en la literatura. Un señorón encopetado acaba de publicar una obra indigesta. «Señor redactor -me dice en una carta seductora-, confío en el talento de usted y en nuestra amistad, de que le tengo dadas bastantes pruebas (por desgracia suele ser verdad), que hará un juicio crítico de mi obra, imparcial (imparcial llama él a un juicio que le alabe), y espero a usted a comer para que juntos departamos acerca de algunas ideas que convendría indicar, etc., etc.» Resista usted a estas indirectas, y opte usted entre la ingratitud y la mentira. Ambos vicios tienen sus acerbos detractores, y unos u otros se han de ensangrentar en el triste Fígaro. ¡Oh qué placer el de ser redactor!

 
¡Bueno! Traduciré noticias; al trabajo; corto mi pluma, desenvuelvo el inmenso papel extranjero; ahí van tres columnas. ¿Tres columnas he dicho? Al día siguiente las busco en la Revista, pero inútilmente.

-Señor director, ¿qué se hicieron mis columnas?

-Calle usted -me responde-, ahí están; no han servido: esta noticia es inoportuna; ésa arriesgada; la otra no conviene; aquella de más allá es insignificante; estotra es buena, pero está mal traducida.

-Considere usted que es preciso hacer ese trabajo en horas -replico lleno de entusiasmo-; el hombre llega a cansarse...

-Si usted es hombre que se cansa alguna vez, no sirve usted para periódicos...

-Me dolía ya la cabeza...

-Al buen periodista nunca le debe doler la cabeza...

-¡Oh qué placer el de ser redactor!

Dejémonos de ese fárrago, yo no sirvo para él. Vaya un artículo profundo; ojeo el Say y el Smith; de economía política será.

-Grande artículo -me dice el editor-, pero, amigo Fígaro, no vuelva usted a hacer otro.

-¿Por qué?

-Porque esto es matarme el periódico. ¿Quién quiere usted que le lea, si no es jocoso, ni mordaz, ni superficial? Si tiene además cinco columnas... Todos se me han quejado; nada de artículos científicos, porque nadie los lee. Perderá usted su trabajo.

-¡Oh qué placer el de ser redactor!

-Encárguese usted de revisar los artículos comunicados, y sobre todo las composiciones poéticas de circunstancias...

-¡Ay!, señor editor, pero habrá que leerlas...

-Preciso, señor Fígaro...

-¡Ay!, señor editor, mejor quiero rezar diez rosarios de quince dieces.

-¡Señor Fígaro...!

-¡Oh qué placer el de ser redactor!

Política y más política. ¿Qué otro recurso me queda? Verdad es que de política no entiendo una palabra. Pero ¿en qué niñerías me paro? ¡Si seré yo el primero que escriba política sin saberla! Manos a la obra; junto palabras y digo: «conferencias, protocolos, derechos, representación, monarquía, legitimidad, notas, usurpación, cámaras, cortes, centralizar, naciones, felicidad, paz, ilusos, incautos, seducción, tranquilidad, guerra, beligerantes, armisticio, contraproyecto, adhesión, borrascas políticas, fuerzas, unidad, gobernantes, máximas, sistemas, desquiciadores, revolución, orden, centros, izquierda, modificación, bill, reforma», etc., etc., etc. Ya hice mi artículo, pero ¡oh cielos! El editor me llama.

-Señor Fígaro, usted trata de comprometerme con las ideas que propala en ese artículo...

-¿Yo propalo ideas, señor editor? Crea usted que es sin saberlo. ¿Conque tanta malicia tiene...?

-Si usted no tiene pulso...

-Perdone usted; yo no creí que mi sistema político era tan... yo lo hice jugando...

-Pues si nos para perjuicio usted será el responsable...

-¿Yo, señor editor? ¡Oh qué placer el de ser redactor!

¡Oh, si esto fuese todo, y si sólo fuera uno responsable, pobre Fígaro, de lo que escribe! Pero ¡ah!, tocamos a otro inconveniente; supongo yo que ni apareció el autor necio, ni el actor ofendido, ni disgustó el artículo sino que todo fue dicha en él. ¿Quién me responde de que algún maldito yerro de imprenta no me hará decir disparate sobre disparate? ¿Quién me dice que no se pondrá «Camellos» donde yo puse «Comellas», «torner», donde escribí yo «Forner», «ritómico» donde «rítmico», y otros de la misma familia? ¿Será preciso imprimir yo mismo mis artículos? ¡Oh qué placer el de ser redactor! ¡Santo cielo! ¿Y yo deseaba ser periodista? Confieso como hombre débil, lector mío, que nunca supe lo que quise; juzga tú por el largo cuento de mis infortunios periodísticos, que mucho procuré abreviarte, si puedo y debo con sobrada razón exclamar ahora que ya lo soy: ¡Oh qué placer el de ser redactor!...

Revista Española, n.º 39, 19 de marzo de 1833. Firmado: Fígaro.






[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 66-70; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 368-372. Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 266-268.]

lunes, 12 de noviembre de 2012

Bibliografía Crítica teatral 2012-13


  
 
 
 
                           CRÍTICA TEATRAL



B  I  B  L  I  O  G  R   A   F   Í   A

 

L   a   r   r   a



LARRA, Mariano José, Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres

Barcelona, Editorial Crítica, Biblioteca Clásica. 1997

 

LARRA, Mariano José

Obras completas de D. Mariano José de Larra.

Ed. Montaner y Simón. Barcelona.

 

MONLEÓN, José.

Larra, escritos sobre teatro.

Madrid 1976

 

ACOSTA, José

Larra, o lo permanente

Periodismo y cultura. Ed. Guadarrama. Madrid.

 

ESCOBAR, José.

El teatro del siglo de oro en la controversia ideológica entre españoles castizos y críticos: larra frente a Durán”

Cuadernos de teatro clásico, 5.

 

ESCOBAR, José.

Un episodio biográfico de Larra, crítico teatral, en la temporada de 1834.

 

Clarín

ALAS “CLARÍN”, Leopoldo

Solos de Clarín

Alianza Editorial. Madrid

 

MARTÍNEZ CACHERO, José María.

Polémica y ataques del Clarín crítico

Universidad de Oviedo.

 

GONZÁLEZ HERRÁN, Manuel

Artículos cuentos en la literatura periodística de Clarín y Pardo Bazán

Univ. De Santiago de Compostela

 

Clarín político. 1989

Manuel Machado

 

MACHADO, Manuel

Impresiones. El Modernismo. Artículos, crónicas y reseñas (1899-1909)

Edición de Rafael Alarcón Sierra. Ed. Pre-textos.

 

D’Ors, Miguel

Estudios sobre Manuel Machado.

Ed. Los cuatro vientos

 

Ortega y Gasset

ORTEGA Y GASSET, José

La deshumanización del arte y otros ensayos de estética.

Ed. Austral

 

ORTEGA Y GASSET, José

Notas

Ed. Austral

 

ORTEGA Y GASSET, José

El espectador

Ed. Austral

 

ORTEGA Y GASSET, José

La idea del teatro

 

Pérez de Ayala

PÉREZ DE AYALA, Ramón

Las máscaras.

Madrid. Espasa Calpe

 

PÉREZ DE AYALA, Ramón

Obras Completas.

“Las máscaras”. Artículos y ensayos sobre teatro, cinematografía

y espectáculos”.

Biblioteca Castro. Fundación José Antonio Castro.

 

Díez Canedo

 

DÍEZ CANEDO, Enrique

Artículos de crítica teatral. De 1914-1936

Ed. Joaquín Mortiz. México

 

Marqueríe

 

MARQUERIE, Alfredo

Desde la silla eléctrica

 

MARQUERÍE, Alfredo

En la jaula de los leones

 

MARQUERÍE, Alfredo

Personajes del teatro universal

NyC 109

 

García Pavón 

GARCÍA PAVÓN, Francisco

Obras Completas

Eds. Soubriet. Madrid 1988

 

IBÁÑEZ, Pilar

La Mancha en García Pavón

Ed. Diputación de Ciudad Real. Area de cultura.

Biblioteca de autores y temas manchegos

 

Torrente Ballester

TORRENTE MALVIDO, Gonzalo

Torrente Ballester mi padre

Ed. Temas de Hoy

 

La creación literaria de Gonzalo Torrente Ballester

Ed. Tambre. Crítica.

 

Manuales

RUIZ RAMÓN, Francisco

Historia del teatro español. Siglo XX

 

CANSINOS ASSENS, Rafael

La novela de un literato.

Ed. Alianza Tres.

 

MAINER, Jose Carlos

La edad de plata.

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SANTA CRUZ, Lola

Madrid, cuatro siglos de crítica teatral: un idilio entre la pasión y el resentimiento.

Cuatro siglos de teatro en Madrid

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GARCÍA-ABAD GARCÍA, María Teresa

Perfiles críticos para una historia del teatro español: la voz y la libertad. 1926-1936.

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ALVARO, Francisco.

El espectador y la crítica

792.0ALR tea R

 

OLIVA, César:

El teatro español ante el S. XXI.

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AA.VV.:

“Función de la crítica teatral”.

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ESPINA, Antonio.

El cuarto poder

Ed. Aguilar. Madrid. 1960.

 

MARTÍNEZ ALBERTOS, J. L.:

Curso general de redacción periodística.

Paraninfo, Barcelona, 1998.

 

 

domingo, 11 de noviembre de 2012

EN EL INFIERNO VERDE



Las terribles secuelas físicas y psíquicas de un veterano de guerra

El actor y director madrileño Eduardo Fuentes regresa a la capital con la puesta en escena del Caso 315, monólogo en el que el actor Juan Díaz da vida a un joven campesino, protagonista de una apocalíptica odisea bélica en plena selva nicaragüense. Después de su estreno en Madrid, el público podrá descender a este infierno verde en la gira que la compañía comienza el próximo sábado, diez de noviembre, en Galicia.


Eduardo Fuentes descubrió la historia del Caso 315 una tranquila mañana de domingo. “La historia apareció publicada en prensa en 1986, escrita por Julián Egea, un cooperante español que había recorrido diferentes países latinoamericanos. Egea entró en Nicaragüa y exploró los lugares en donde se había desarrollado la revolución sandinista y las posterior guerra civil que asoló el país”, explica Fuentes. “En el artículo encontré el relato en primer persona de un soldado que se encuentra en proceso de rehabilitación en un hospital militar tras una experiencia traumática en manos de la contra nicaragüense, el ejército mercenario respaldado por el gobierno de Ronald Reagan, formado tras el triunfo de los sandinistas”. Fuentes vio inmediatamente que ahí había un monólogo dramático y decidió buscar la forma de llevarlo a escena.

Impresionado por la dureza de las vivencias de este joven campesino, Eduardo Fuentes, que entonces tenía 25 años, asumió la tarea de interpretar el texto. El Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas atendió la propuesta y el espectáculo se montaba un año después en la Sala Olimpia, actual Teatro Valle-Inclán, en Madrid.  “Se ha producido de forma natural un relevo generacional y hoy es Juan Díaz, actor de reconocida trayectoria en teatro, cine y televisión el que afronta el trabajo de poner cuerpo y voz al protagonista del monólogo. El encuentro de Juan con el texto ha generado en él, como en su día generó en mí, la necesidad de volver a hablar del Caso 315, de denunciar los estragos que la guerra puede llegar a producir en las personas. Sobrevivir con estas secuelas puede convertirse en algo peor que la muerte”, concluye Fuentes.



CONFESIONES DE UN CRÍTICO




Exponer públicamente una autocrítica sincera es principio ético que nunca ha estado de moda en un país tan dado a la intolerancia como España. La reflexión que Nacho Garzón hace sobre el ejercicio de su profesión de crítico, comienza con las dudas e inquietudes del autor sobre su propia capacidad para ejecutar tan espinosa tarea. De este modo las palabras de Garzón adquieren, ya desde las primeras líneas, un valor especial. El escritor muestra abiertamente una conclusión sobre lo que la crítica es para él: “un ejercicio de respeto y  humildad”.

Con un estilo ameno y directo, escrito en una primera persona sin máscaras ni envoltorios, el texto insiste en la necesidad de no experimentar miedo a la  hora de valorar una obra. El autor apela a Baudelaire (no sin enfatizar antes que la crítica no es una actividad indudable) para afirmar con él que la tarea del crítico ha de ser “parcial, apasionada y política”.

El texto avanza proponiendo ejemplos de críticos que han ejercido –y sufrido– su propio y particular código deontológico, como es el caso de Ignacio Echevarría. Este crítico literario, que reivindicaba un cierto grado de contundencia, fue apartado del suplemento Babelia, por su crítica a la novela de Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista, en aquel momento uno de los lanzamientos más importantes de Alfaguara, sello editorial que pertenece al mismo grupo empresarial del periódico. El crítico afirmó haber sido objeto de una represalia por culpa de una nota negativa que arrancaba del siguiente modo: “Resulta difícil sobreponerse al estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta creer que, a estas alturas, se pueda escribir así”. ¿No queda en entredicho la credibilidad de un diario, cuando entran en colisión los intereses del grupo empresarial al que pertenece con una crítica independiente? En mi opinión el crítico está sujeto a intereses empresariales, de “lobby”, muy complicados de eludir. Recientemente hemos tenido el caso del rechazo por parte del escritor Javier Marías del Premio Nacional de Literatura, hecho que ha ocasionado multitud de alabanzas y también algunas críticas. Dicho rechazo lleva inmediatamente a pensar en la empresa editora de Los enamoramientos, de nuevo el grupo PRISA, que debe estar frotándose las páginas ante la impagable publicidad (incomparable a los 20.000 euros del Premio Nacional) que la decisión del escritor habrá reportado. Cualquiera puede constatar el esfuerzo promocional que ha realizado la editorial Alfaguara para comunicar la existencia de este libro. Imagino que pocas personas interesadas en la literatura habrán quedado al margen del tan comentado rechazo y otras muchas, que seguramente nunca comprarían la novela, lo habrán hecho por la curiosidad que el posicionamiento ético de Marías ha despertado. Sería interesante saber cuál era el balance de ventas (y los derechos de autor correspondientes) antes y cuál será después de la decisión. Cuestión de intereses.

Garzón continúa citando ejemplos de destacados críticos (y de algunos artistas como Kantor o Marsillach) que han ejercido, sufrido o analizado el oficio. Me detengo en la valoración ecuánime de Miguel García-Posada cuando subraya: “la función primordial debe ser la de orientar al lector...Orienta significa valorar con la mayor precisión que sea posible...”

En un ejercicio de circularidad final, Garzón vuelve sobre la infalibilidad del crítico profesional, que no deja de ser un ser humano con emociones. Confiesa haber llorado en ocasiones y haberse aburrido en otras. Y queremos creerle cuando dice que ha respetado, desde su atalaya de crítico especializado, el esfuerzo que cualquier función, por humilde que esta sea, requiere para ser expuesta al público.

DEFENSA DE LA ESCRITURA CRÍTICA

Con la erudición de la que hacía gala en cada columna, el maestro Haro ofrece en esta un brevísimo pero interesante recorrido por la historia de la crítica literaria. De Aristarco a Steiner, Haro confronta al crítico con el criticado, aunque su condición misma de escritor y crítico le lleva a posicionarse claramente del lado de la buena escritura. Su tesis concluye que todo buen escritor también es un crítico, como buen observador del tiempo y de los acontecimientos que le corresponden vivir. Cita Haro a George Steiner, uno de los más grandes profesores, críticos y teóricos de la literatura, para recordar de memoria una afirmación (que nosotros también defendemos): para ser crítico de la literatura es necesario, ante todo, escribir bien. Palabras que en el caso de Eduardo Haro Tecglen son un axioma, pues sus críticas –como toda su escritura– eran una interpretación lúcida, con una exigencia máxima en el uso original de su lenguaje personal y de su vasta cultura, de lo observado.

jueves, 8 de noviembre de 2012

De ogritos y ogritas



El conflicto con lo diferente como propuesta de teatro para la infancia.
 
La cartelera madrileña tiene este fin de semana una cita teatral dirigida a la infancia. Se trata de El ogrito, obra de la dramaturga canadiense Suzanne Lebeau, que aterriza en la sala El Semillero con puesta en escena de Gervais Gaudreault, compañero y socio de la dramaturga en la compañía Le Carrousel.

“El reto principal del teatro de Suzanne es conseguir llegar a la infancia y la juventud sin dejar de lado a los adultos”, ha explicado Gaudreault. El reto de esta puesta en escena ha discurrido en la misma dirección, tratando de generar imágenes que inviten al espectador adulto a no desconectar de lo que ve.

El ogrito fue escrita en 1997, y estrenada por Le Carrousel al año siguiente. Ya desde sus inicios, el texto, concebido inicialmente en francés, fue traducido al inglés y al castellano. La versión que nos llega, por tanto, puede ser considerada como original. La obra realiza una vuelta de tuerca sobre la fábula de Caperucita Roja, al presentar a un protagonista, un pequeño ogro, que vive en una apartada casa del bosque junto con su madre. En una sucesión de pruebas marcadas por la salida de la luna llena, el Ogrito debe enfrentarse al proceso de lucha contra sus instintos de ogro.

“Se trata de un verdadero viaje del héroe” -dice el director en referencia a la estructura de la obra-, “un viaje del héroe que se relaciona con el proceso de crecimiento del ser humano, con la necesidad de crecer y vencer los propios miedos”. En el montaje encontramos referencias tan próximas en el teatro para la infancia como la licantropía, el bosque, la luna o el miedo a lo diferente.

Le Carrousel es la compañía que Gervais Gaudreault y Suzanne Lebeau fundaron en Quebec hace casi cuarenta años. A partir de la pregunta fundamental acerca de qué se les puede contar a los niños, el objetivo de Lebeau y Gaudreault ha sido crear un repertorio de textos y espectáculos capaces de tensionar los límites entre unos públicos y otros, y también de acabar con la idea de la censura a la hora de escribir o crear espectáculos para niños y niñas.

“Una premisa fundamental para nosotros ha sido la de que no existen temas, en principio, inapropiados por sí mismos para la infancia; puedes hablar de todo, lo único que has de saber hacer es variar y adaptar el enfoque y la forma”, añade Gaudreault. El espectáculo, producido como parte de un proyecto internacional de Le Carrousel con teatros de diferentes ciudades europeas, pasará en El Semillero -sala con demostrado interés en renovar el teatro para la infancia y la juventud- dos semanas seguidas, antes de continuar su gira por otras ciudades del país. El director, que trabaja en esta ocasión con un reparto enteramente español, señala el tema del enfrentamiento con lo diferente, con lo que es oscuro y da miedo: “el verdadero desafío para la inclusión”, concluye.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Columna sobre la Crítica. E. Haro Tecglen


La función de la crítica/la crítica de la función

La función de la crítica / La crítica de la función


Juan Ignacio García Garzón *
De tanto en tanto, ante la pantalla del ordenador, en el trance de escribir la crítica de alguna función, uno sopesa con una mano la calavera invisible de su Yorick particular, seguramente idéntica a la que se levanta asombrada sobre los propios hombros, y se interroga sobre el ser y el no ser de lo que está haciendo. ¿Le interesará a alguien los juicios que voy pespunteando? ¿Cumplirán algún cometido más allá de justificar el oficio y ser la cortada para recibir el módico estipendio que reportan? ¿Serán justos o me equivoco en la apreciación de lo que estoy valorando? ¿A la hora de elegir el espectáculo teatral que va a ver, se guiará algún posible espectador por las líneas que estoy escribiendo? ¿Tendrá la crítica algún alcance más allá de ese círculo reducido de lo que se denomina la profesión?
 

Náufrago en este mar de dudas e inquietudes, amarrado al mástil flotante de algunas pocas convicciones, uno ha llegado a la conclusión de que el ejercicio de la crítica, teatral o de cualquier otra materia, es sobre todo un ejercicio de respeto y humildad. Respeto por quienes han decidido presentar al público el producto de su trabajo, compartir, en suma, una parte de sí; y humildad por ser consciente de los propios límites e incluso como medida elemental de precaución por la cantidad de juicios categóricos que reposan en el cementerio de los despropósitos. Los ejemplos son inagotables. Y a uno no le gustaría ser incluido en un catálogo semejante al elaborado por Constantino Bértolo en 1990; lo tituló El ojo crítico (Ediciones B) y en él agavillaba meteduras de pata monumentales. Veamos algunos ejemplos. Cuando se publicó Ana Karenina allá por 1877, un artículo aparecido en el “Odessa Courier” definía la novela de Tolstoi como “basura sentimental”, y en 1754, un tal Joseph Warton escribía en “The Adventurer”  que en El rey Lear de Shakespeare “se encuentran importantes imperfecciones”.


Tampoco quiere decir esto que por miedo a pasarse haya que resignarse a no llegar, como sabe bien cualquier jugador medianamente experto en nuestras domésticas siete y media o el más internacional bacarrá. Así que, enseguida, agazapadas en la próxima vuelta del camino, nos asaltan otras dudas, lo que nos viene a subrayar que no es precisamente la crítica una actividad indudable: ¿Cómo encontrar la justa medida? ¿Habrá que ensayar un improbable y aséptico intento de objetividad? Baudelaire lo dejó claro en su introducción al Salón de 1846: “para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica ha de ser parcial, apasionada y política”. En febrero de 2001, el entonces crítico de “El País” Ignacio Echevarría seguía en ese diario la senda bodeleriana sentenciando que, para cumplir el servicio que se espera de ella, “a la crítica –que no tiene por qué aspirar, como el periodismo, a la objetividad, y que juega además en inferioridad de condiciones– le suele resultar imprescindible un cierto grado de contundencia”. Probablemente, esa contundencia –razonada, desde luego– fue la que le acabó sentenciando a él, fulminado al parecer por una crítica que no fue del agrado de la dirección del citado periódico, que se  publicaba en aquellas fechas con el remoquete impreso bajo su cabecera de “diario independiente de la mañana”.


Miguel García-Posada ha escrito al respecto de los berenjenales críticos, que “la función primordial de la crítica que se hace en los periódicos debe ser la de orientar al lector [sustitúyase cuando proceda ese sustantivo por el de espectador]. Orientarlo según criterios que no pueden ser estrictamente subjetivos ni arbitrarios. Orientar significa valorar con la mayor precisión que sea posible pensado siempre en ese lector [espectador] bombardeado por un cúmulo de información y que para el crítico genuino ha de ser la única referencia válida. Los demás elementos en juego son necesariamente secundarios”.


El público es el destinatario, vale, pero eso no significa que haya que considerarlo un dios de designios y criterios infalibles. Voy a citar otra opinión: “La sentencia con que hoy en el teatro se aprueba o rechaza una obra, no es más que la suma de opiniones individuales que fallan por impresión, acaso influidas por prejuicios y preocupaciones ajenas al arte, contrarias a la razón y funestas a la verdad; por eso el respeto exagerado al público es una especie de adulación”. Estas líneas tan llenas de sensatez las escribió Jacinto Octavio Picón en el primer número de “ABC”, que se publicó el 1 de enero de 1903. En fin, que la del crítico es, a mi juicio, una opinión más, autorizada o singularizada por el hecho de disponer de una tribuna pública donde expresarla y por la experiencia acumulada en el ejercicio de esa opinión. Claro que un dicho norteamericano asegura que las opiniones son como el culo: todo el mundo tiene uno, lo que se evidencia en el océano sin márgenes que son Internet y las redes sociales.


¿Y dónde queda la opinión de los artistas, esos seres prometeicos que esconden el fuego de la creación bajo la boina y a los que el gran Tadeusz Kantor, en el título de un espectáculo memorable, les deseaba que reventasen? Ramón Gaya pensaba que “el crítico es una persona que entiende de una cosa que no comprende”. ¿Serán entonces los artistas personas ocupadas en cosas que comprenden pero no entienden? Ese maestro del pesimismo sulfúrico que fue Emil Cioran aseguraba que la crítica "mata lo que analiza. Seguramente el crítico se alimenta, pero con cadáveres", y afirmaba también que “todo lo que es demasiado consciente es funesto para el acto, para cualquier acto. No se puede hacer el amor con un tratado de erotismo al lado”.  Lo recordaba en ABC (4 de junio de 2000) Adolfo Marsillach en su artículo "La maldición de ser crítico", en el que, siguiendo la teoría erótico-sexual del fascinante rumano, subrayaba que el problema de los críticos “se parece muchísimo al del impotente que espera su turno en un burdel no para satisfacerse con la pupila sino porque debe escribir un libro sobre la insatisfacción. No existe la menor posibilidad de alcanzar un orgasmo al mismo tiempo que se medita sobre él”. Prometo meditar sobre ello (que no es lo mismo que decir “meditar sobre ella”, pues ya aseguraba Marsillach que eso es imposible).


Disintiendo cordialmente sobre bastante de lo que se dice en él, pues creo que la crítica forma parte, tangencialmente si se quiere, del hecho teatral, me gusta mucho citar cuando viene al caso este artículo del inteligente hombre de teatro que fue don Adolfo, uno de los ingenios más ácidos, agudos, divertidos y certeros de la España del último siglo. Mencionaba también Marsillach en el texto los sufrimientos de sus amigos críticos “por la tortura que supone ver un drama sin verlo, procurando siempre que la emoción no alivie la severidad del juicio. Los críticos rechazan el placer en nombre de la verdad, sin darse cuenta de que lo cierto es más falso que lo gozoso”, una actitud según él equivocada en virtud de la “idea judeo-cristiana de que están obligados a sufrir porque para eso cobran”.


Por la alusión judaica, me permito tomar prestada del gran Shakespeare la voz de Shylock para reivindicar mi derecho al placer teatral: "Soy un crítico. ¿Es que un crítico no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? [...] Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos?...". Pues claro. Como ya he escrito alguna vez, yo confieso haber llorado sin pudor por la intensidad de algunas representaciones, haberme sobrecogido o divertido por las virtudes de otras... y también aburrido o fastidiado por lo inane o lo malo de algunas. Como cualquier mortal. Y después he escrito sobre ello, eliminando el sarcasmo ventajista de mi caja de herramientas y , como he dicho antes, procurando siempre respetar a quien tiene el valor de subirse a un escenario. Por convicción propia y por si las moscas, no me fuera a pasar lo que a cierto profesional que, como recogió Fernando Fernán Gómez en su delicioso ¡Aquí sale hasta el apuntador!, fue “apalizado” por la madre de una vedette a quien en una reseña había calificado de "fregona".


* J. I. Gª Garzón es Crítico teatral del diario ABC